En Japón existen casi las mismas cosas que en un país subdesarrollado como Colombia, pero a la vez cada elemento, cada sistema, cada objeto tiene su toque tecnológico, su curiosidad, su maricadita distinta. Por ejemplo, la taza, o mejor conocida como inodoro, es casi una nave espacial. Una muestra de que estos oji rasgados han pensado en todo, inclusive en el arte milenario de dar del cuerpo.
Yo la verdad nunca había experimentado tantas atenciones, tanto cuidado, tanto aseo, tantos mimos en el culo. ¡Hasta olía a rosas luego de visitar este artefacto! ¿Será posible que el éxito económico de un país provenga de poner toda su sabiduría al servicio de cosas que para los tercermundistas no son tan trascendentales, como defecar? Es muy posible, y estos aparatos son prueba de que debieron haber sido muchas las horas, los ingenieros, los estudiosos, los investigadores y los diseñadores que intervinieron en el desarrollo del inodoro inteligente que borra del ano toda huella de lo que hace.
Todo es electrónico: comencé sentándome y lo primero que se siente es un calorcito en los muslos, a una temperatura perfecta, tan cómoda es la cosa, que el baño lo invita a uno a quedarse el tiempo que quiera, pero no, porque si se entró allí era por algo y al concluir ese algo busqué el papel, pero ¡oh sorpresa!, no había. “¡Ej!, esto está como raro”, pensaba. Busqué y busqué, pero nada, estaba en el país más desarrollado, pero no había ni una hojita, cuando lo que debía encontrar era un papel higiénico bien evolucionado. Bien rara que estaba la cosa y yo ya me imaginaba el posible nombre para mi futuro libro. En la búsqueda desesperada de algo con qué limpiarme descubrí, justo al lado derecho de la taza, un panel lleno de botones, amarillos, azules, rojos (la bandera colombiana en un artefacto para cagar).
Luego de un rato observando los dibujitos (me tocó meterle bastante inteligencia a la cosa) creí comprender la función que activaban. Apenas si había oprimido el primero, cuando ¡oh Dios, qué sensación tan extraña! Salió un chorrito de agua tibia directico a lo más íntimo de mi trasero. ¡Aaayyyyy!, exclamé con fuerza. Mientras tanto escuchaba a mi esposa Yuki reírse a carcajadas desde el otro lado de la puerta. “¡Qué desalmada!, cómo puede reírse del sufrimiento ajeno”, pensaba, mientras seguía reflexionando sobre el funcionamiento de aquel robot sobrenatural. Ni un cobrador de tiros pénal tendría tanta puntería. Qué impacto, qué exactitud. ¿Será acaso que tenemos todos ese puntico del cuerpo en las mismas coordenadas o es el baño el que las calculaba automáticamente? ¡Jum!, no lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que el lavado fue de casi quince segundos y luego se detuvo.
Ahora estaba mojado y seguía sin encontrar papel para secarme, de manera que me arriesgué y oprimí el segundo botón y se reveló la otra sorpresa: del interior del sanitario comenzó a salir un vientecito cálido, sabroso, era lo que me maginaba: ¡un secador de anos! En menos de treinta segunditos ya lo tenía seco. Ya estando más tranquilo y sabiendo que no necesitaba papel, busqué un tercer botón, lo pulsé por pura curiosidad y fue cuando descubrí la inmensa diferencia entre la cultura oriental y la occidental; todo cuanto creía saber sobre el aseo, el autocuidado, la dignidad que se preserva con el baño diario y el buen uso del papel higiénico carecían de sentido ahora, porque al interior de la taza, objeto que cuya labor es recibir lo más inmundo de la creación, se había activado un spray de un aroma frutal muy agradable. No sé para qué sirve tener el culo oliendo bueno, pero, créanlo o no, ya tenía el mío con un aroma delicioso.
En ese momento estaba impecable, incluso me podía tirar un pedo allí mismo y hasta me saldría oliendo a rosas. Pero la experiencia no había terminado, pues faltaban más botones… Entre ellos había uno que sobresalía, el cual tenía dibujada la carita de una mujer y aunque estuve pensando largo rato para qué podría servir, no logré nunca imaginarlo, de manera que opté por pulsarlo: me parecía muy raro y no podía dejar pasar esa oportunidad, no podía dejar de hundirlo. La manito me temblaba de las ganas, del desespero de presionarlo, pero a la vez algo muy dentro de mí me decía que no lo hiciera, me aconsejaba que me subiera los calzones y que me diera por bien servido.
Así me la pasé un buen rato, pensando, viendo a qué parte de mi subconsciente hacerle caso, hasta que decidí seguir mi curiosidad, y fue en esas que cerré los ojos y sin pensarlo dos veces, lo hundí. ¡Aaaayyaaaayyaaaaai!, ahí sí que lancé un grito bien fuerte, creo que hasta en la recepción debieron haberlo escuchado. Cada vez era más la risa de Yuki, quien no podía ni hablar, no le salían las palabras, sólo con imaginarse lo que estaba sucediendo adentro. Pero bueno, ¿qué pasó?, ¿a qué se debió el grito? Señores, por curioso me mojé donde no debía, porque resulta que esta vez salió un chorro igual al que activa el botón número uno, pero destinado a lavar a las mujeres ¡adelante!… Pero, como no soy mujer, las que se empaparon fueron mis pobres güevas. Juro que hasta medio salté en el momento del impacto!
En general fue una experiencia muy graciosa, pero a su vez dolorosa. Una simple muestra de la sociedad tecnificada de donde en aquel entonces me encontraba…
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Si quieren conocer más de mi experiencia en Japón también pueden leer el artículo Hotel Cápsula en Japón.
Felices viajes,